Últimas palabras

the hermit
3 min readDec 14, 2022

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«Después dijeron: “Edifiquemos una ciudad, y también una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo, para perpetuar nuestro nombre y no dispersarnos por toda la tierra”.» Génesis 11:4.

No podía dejar de llorar mientras caminaba las ocho cuadras que marcaban la distancia a la que se encontraba mi decisión para hacerse efectiva. Estaba todo pensado desde hacía dos semanas, después de convencerme de que la elección era la correcta. La opción de dejar todo allí siempre se baraja en el abanico de posibilidades y muchas veces es la única salida viable para no lastimarse. Desde entonces lloraba como una magdalena.

Caminaba mareado por la calle 25 Mayo que se me movía como si cargara un pedo soberano, aunque no había bebido, como si la calle tratara de frenarme; me regalaba los últimos minutos para arrepentirme pero, mi relación con él se había terminado hacia dos semanas, me restaba contárselo y despedirme. Odio las despedidas.

Había pensado en decirle que nos juntáramos en un café pero después de tomar conciencia del nivel de mis melodramas preferí una plaza. Ese día más que en la Plaza Chile, parecía que nos habíamos puesto de acuerdo para vernos en Babel. En la Torre de Babel fue nuestra última cita.

Al comienzo de una relación uno se hace promesas con el otro, que luego se rescinden y no sin consecuencias. No se puede prometer lo que no se tiene y quien cae en el error de hacerlo debe soportar las consecuencias. Se jura amor eterno incluso cuando la vida misma tiene los días contados. ¿Cómo osamos a creernos dueños de la eternidad y a disponer de ella cuando todavía no acontece? No es gratis semejante compromiso y se comienza a pagar, incluso, sin que uno se de cuenta.

«Por eso se llamó Babel: allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres y los dispersó por toda la tierra». Génesis 11:9.

Ni bien llegué, le di todos mis motivos pero desde hacía tiempo él ya no me entendía y yo no me había dado cuenta, o no quería aceptarlo. Ese día, en particular, fue peor porque ni siquiera pude comprender lo que me respondió, solo guardo el recuerdo del movimiento de su boca tratando de emitir una palabra y, sin poder, morderse el labio de la bronca. El amor siempre exige su lenguaje, pero entonces ya estábamos mudos.

Como pude lo abracé, nuestros corazones latieron juntos, una vez más, y me inundé de la misma tranquilidad que nos transmitíamos cada vez que nuestros cuerpos se entrecruzaban. Eso fue lo único que pude comprender ese día.

Me paré del banco en el que estábamos sentados y, en un acto de supervivencia o por artilugio del amor que no me permitía dañarlo, me fui sin poder mirar a atrás. Cuando el amor ha sido verdadero su conjuro perdura en el tiempo, su eco continúa gobernando el cuerpo débil, despojado, que instintivamente lo reclama y éste, siempre sabio, lo guía a la seguridad de la soledad.

Muchos meses después, mientras cumplo con mi pena, tengo la convicción de que nos amamos tan alto como la Torre de Babel, hasta rozar las nubes. Tengo la respuesta a por qué nos prometimos cosas imposibles, por qué dijimos para siempre sin ser dueños de la eternidad. El amor es soberbio como la Torre, hay en él una pulsión de supervivencia, hay en él algo de eternidad y de imposible.

Pero ese día me fui con la lengua y los oídos confundidos, aunque liviano, sin el peso de aquello prometido mutuamente y que con esfuerzo inútil debimos cargar en nuestros hombros. Me fui solo, después de que el silencio y las lágrimas nos cerraran con un nudo ciego de tristeza las gargantas.

“Hasta
acá
llegamos
Marcos”

fue lo único que pude decir y que él entendió.

Tan solo esas últimas palabras fue lo que ese día pude pronunciar en la lengua del amor.

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